Perseguir el terror siempre ha sido tarea difícil que ha requerido, y requiere, de una escrupulosa profesionalidad, de una labor callada y tenaz durante décadas, del respaldo de la sociedad y del peso de la ley. Eso, en España, por desgracia lo sabemos desde hace cuarenta años y en el Reino Unido deberían saberlo también, siendo como ha sido uno de los países occidentales que más de cerca ha vivido el terrorismo en tiempos recientes. Sin embargo, la irrupción del islamismo radical ha dejado en entredicho la preparación de las fuerzas de seguridad británicas.

Todos podemos alcanzar a comprender el grado de presión, de miedo, de incertidumbre que debe asolar a los agentes del Reino Unido después de comprobar cómo los asesinos se han llevado por delante la vida de decenas de personas inocentes. Es imaginable y es comprensible, pero ello no debe llevarnos a justificar lo injustificable: abatir a un ser humano a tiros como si fuera un animal que huye en una cacería.

Si, para colmo, la víctima de esta brutalidad era un ciudadano que nada tenía que ver con los atentados, nos encontramos con una situación increíble, digna de un país en el que nadie tiene garantizados los más mínimos derechos. Y no es el caso, desde luego.

Calificar de «tragedia» y de «terrible error» lo ocurrido parece casi una broma, porque el joven brasileño que fue abatido resultó alcanzado por las balas por la espalda. Que el individuo manifestara un comportamiento extraño o su atuendo fuera sospechoso son únicamente indicios, nunca pruebas, de su vinculación al terrorismo, es decir, datos absolutamente imprecisos que jamás justificarían un disparo y prácticamente ni siquiera una detención.