Después de la multitudinaria manifestación celebrada en Madrid para protestar contra la ley que permitirá a las parejas homosexuales contraer matrimonio y adoptar niños, la capital ha vuelto a ser escenario de una concentración masiva. Pero esta vez el motivo de la movilización no era polémico ni podía enfrentar a unos contra otros -aunque también ha habido empeños en ese sentido-, porque el deseo de acabar -o paliar, al menos- con la pobreza en el mundo es algo que se persigue -platónicamente, bien es verdad- desde hace décadas.

Muchos recordamos cómo treinta años atrás, cuando el mítico año 2000 era todavía una referencia cercana a la ciencia ficción, ya se hablaba de entrar en el nuevo milenio con un paisaje nuevo, más ético, más igualitario, en el que las distintas civilizaciones coincidieran en su lucha por la democracia, el bienestar y el respeto a los derechos humanos.

Hoy es cierto que vemos un paisaje nuevo, pero es, si cabe, más preocupante y desesperado que el que se dibujaba entonces. El primer mundo sigue siendo diminuto en comparación con el tercero, que crece a pasos agigantados y que se precipita de año en año hacia niveles de pobreza e insalubridad jamás imaginados. Guerras, catástrofes naturales y lo de siempre, oligarquías que dominan los recursos y la riqueza de cientos de países, siguen siendo causa directa de la miseria, el analfabetismo, la tortura, el abuso, la esclavitud, la enfermedad y la muerte de millones de personas cada año.

No es, pues, momento para polémicas partidistas, porque conseguir reducir todo eso es posible y ahí no caben controversias ni enfrentamientos gratuitos, sino una voz única y masiva a favor del progreso y de la libertad para todos los pueblos del mundo.