Bolivia parece a punto de cerrar un capítulo de su historia aunque casi nadie cree que la solución definitiva esté al alcance de la mano. De hecho, este país andino tiene el dudoso honor de ser el más pobre de Sudamérica y eso es mucho decir. Porque Bolivia, como otras naciones en parecida situación, es en realidad un país rico, de grandes y valiosos recursos naturales. Pero como ocurre también en todo su entorno, la herencia colonial no ha dejado más que penumbras. Una pequeña minoría de origen europeo controla las riquezas -que aprovecha, sobre todo, Estados Unidos- mientras una inmensa mayoría indígena lleva siglos sumida en la penuria.

Sin embargo, toda situación de esclavitud, de represión y de abuso tiene un límite. Y las masas hambrientas han dicho «basta ya», exigiendo la nacionalización del gas natural, que produce ingresos astronómicos a sus propietarios. Los sucesivos gobiernos, afines siempre de las clases privilegiadas, han ido campeando el temporal hasta ahora, cuando se teme el estallido de una guerra civil o un golpe militar.

La dimisión del Gobierno y el inicio de un proceso para elegir nuevo Congreso es sólo un tímido paso para calmar las protestas furibundas, pero el fondo del asunto seguirá intacto: establecer una verdadera democracia en esos países que permita abolir los privilegios seculares de unas cuantas familias. Sólo un sistema democrático, que siente las bases para el ascenso de una clase media, podrá convertir a un país como Bolivia en un territorio con futuro. De otro modo la emigración masiva es la única oportunidad de sus habitantes de encontrar, lejos de casa, lo que en su propia tierra se les niega: el respeto a sus derechos y la posibilidad de progresar.