La ministra de Educación, María Jesús San Segundo, presentó ayer la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE), un texto en el que se contempla que se pueda pasar al siguiente curso con menos de cuatro asignaturas suspendidas, frente a las dos actuales, y en el que se incluyen dos pruebas diagnósticas a los 10 y los 14 años, esta última en sustitución de la reválida actual.

Por lo que respecta al asunto más polémico de los últimos meses, la asignatura de Religión, todo queda como estaba hasta ahora. Será obligatorio ofrecer la posibilidad de estudiarla, será una asignatura evaluable, pero no computará a efectos de pasar al curso siguiente o para la obtención de becas. Más adelante, también se incluirá la anunciada asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Mientras la Conferencia Episcopal Española prefiere esperar a conocer el texto para pronunciarse, las asociaciones de padres de alumnos católicas se han mostrado en contra. También el PP, que, a través de Ana Pastor, ha manifestado que le parece un retroceso con respecto a la legislación educativa actual.

Por su parte, la mayoría de las asociaciones de estudiantes también rechaza el texto por considerar que es demasiado similar a las leyes anteriores y ya se han anunciado movilizaciones.

El problema, ciertamente, es complejo. Precisamente por ello sería razonable que la educación no estuviera siempre pendiente de las diferentes inclinaciones políticas del Gobierno de turno. Es un hecho que existen enormes lagunas y deficiencias en la preparación de nuestros jóvenes. Abordar soluciones válidas sólo puede hacerse desde el consenso y el acuerdo de todos, pero no sólo de los partidos políticos. En el proceso deberían participar todos los implicados en la formación de quienes, en los años venideros, han de conducir el futuro.