La guerra del tabaco se viene gestando desde hace tiempo. Y es
una batalla feroz en la que chocan intereses encontrados y, como
siempre, manda el rey absoluto Don Dinero. Desde la lógica, las
cifras nos conmocionan y nos recuerdan a quienes han perdido la
vida y la salud a causa de un mal vicio que no supieron controlar a
tiempo. La Unión Europea cifra en cien billones de euros al año -un
número astronómico, ciertamente- el coste sanitario, social,
ambiental y económico del hábito de fumar. El resto del informe
europeo es igualmente demoledor: uno de cada tres cánceres está
causado por el tabaquismo, que mata a 650.000 personas cada año
sólo en la UE, cincuenta mil en España.
Con estos datos en la mano, los responsables políticos no tienen
mejor idea que promover campañas publicitarias contra el tabaco de
cara a la prohibición de fumar en todos los lugares públicos
-incluidos bares y centros de trabajo- que se impondrá en 2006,
además de redactar un anteproyecto de ley que prohibiría la
publicidad a las empresas tabaqueras.
El gremio afectado está que trina, naturalmente, porque el
tabaco, nos guste o no, es una sustancia legal y, por tanto, debe
tener el mismo tratamiento que las demás. Otra cosa sería
prohibirla, si tan perniciosa es como nos dicen. Porque suponemos
que la ilegalización de determinadas sustancias hoy prohibidas se
sustenta en sus terribles consecuencias para el consumidor, lo que
igualmente podría aplicarse al tabaco.
¿Qué pasa? Que la venta de tabaco proporciona inmensos
beneficios al Estado en forma de impuestos y de ahí lo reacia que
ha sido siempre la Administración a la hora de promover la
definitiva prohibición. El fariseísmo con que se trata este asunto
no provocará más que un inmenso gasto publicitario a cargo del
Gobierno y unos resultados reales poco tangibles.
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