Después de lanzar al aire -y al silencio, por desgracia-, la
terrible cifra que habla de cinco millones de niños que mueren cada
año de hambre en el mundo, la ONU nos sacude con otros datos que
deberían quitarnos el sueño. Casi la mitad de los niños del planeta
viven amenazados por la guerra, el sida, la desnutrición y
enfermedades para nosotros ya inexistentes; mientras la mitad de
los trabajadores del mundo cobran menos de dos dólares al día. Por
no hablar de la situación de la mujer, de los presos y de la propia
naturaleza. Números que tendríamos que publicar en tinta roja para
que se nos quedaran grabados en la mente. Números que nos retratan
un mundo repugnante, injusto y cruel que es, únicamente, el que
nosotros queremos que sea.
Y todavía peor va a llegar a ser, porque la publicación de estas
estadísticas ha conmocionado poco o nada. Con la reiteración
machacona de estas cifras año tras año, durante décadas, hemos
llegado a asimilarlas como quien oye llover y hemos decidido que
eso son cosas de los gobernantes, de los grandes organismos
internacionales, de la fatalidad o de la ley del karma.
Qué más da. A nosotros no nos afecta. O no nos afecta de
momento. Porque en un planeta globalizado donde las comunicaciones
y los medios de transporte avanzan a la velocidad del rayo y en el
que la ventura de nacer en un punto geográfico o en otro condiciona
hasta tal extremo tu existencia, nadie será capaz de contener las
oleadas migratorias más extensas jamás conocidas. Esa es la
verdadera ley del karma, la que nos dice que recogemos lo que
sembramos. Y llevamos siglos sembrando injusticia, desigualdad y
dolor. Así que lo más probable es que, tarde o temprano, todo eso
nos salpique a todos.
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