El tan comentado nuevo «talante» del Gobierno de José Luis
Rodríguez Zapatero parece estar llegando a un campo que tantas
sensibilidades despierta como es el de las lenguas minoritarias del
Estado, aunque no sin tropiezos (como el de la Constitución en
valenciano). Y ocurre que en el afán «progre» que guía las
actuaciones de este Gobierno, a veces se cometen excesos, cuando en
realidad sería tan sencillo como aceptar con total naturalidad que
hay extensas poblaciones en España que hablan, piensan y sienten en
otro idioma. Y respetarlo, claro.
De ahí que haya que acoger con alegría la idea de introducir el
aprendizaje del catalán, el euskera y el gallego en las escuelas
oficiales de idiomas, que, curiosamente, ofrecen toda clase de
lenguas lejanas y ajenas y muchas veces esquivan éstas tan
nuestras, que constituyen un tesoro patrimonial, además de una
herramienta de trabajo y convivencia en algunos territorios.
Y también con esa misma alegría habría que acoger la propuesta
del presidente del Senado, Javier Rojo, para que en esta
institución -hoy casi simbólica- se permita el uso de estos idiomas
minoritarios. Es un principio. Recordemos que hace unos años,
durante la celebración del matrimonio del príncipe heredero de
Bélgica, la ceremonia se desarrolló en francés, flamenco y alemán,
idiomas oficiales de aquel país. Y a nadie extrañó, por supuesto.
Aquí jamás hemos visto nada semejante. Porque en España sigue
reinando con fuerza el centralismo y cierto tufillo autoritario en
relación a las otras realidades políticas, culturales, sociales y,
claro, lingüísticas. Nada tiene que ver la lengua con la ideología
o la política. Es, ante todo, un vehículo de pensamiento, de
expresión. Y como tal, debe valorarse. Y protegerse.
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