El primer martes después del primer lunes de noviembre. Ésa es la fecha elegida -es una vieja tradición- para la celebración de las elecciones más importantes de los últimos tiempos. Porque si bien es cierto que la elección del presidente de los Estados Unidos para los próximos cuatro años debería ser únicamente una cuestión doméstica con implicaciones sólo para el propio país, la verdad es que estando el mundo como está, que repita George W. Bush o que gane John Kerry nos afecta a todos de manera muy directa.

Ya sabemos que resulta ridículo -como se hacía antes- situar a los republicanos a la derecha y a los demócratas a la izquierda, porque en aquellas latitudes estos conceptos no existen. Todos son conservadores, aunque también es verdad que los «talantes» de uno y otro son distintos.

El legado de la era Bush no será recordado con demasiadas anotaciones en lo positivo y sí unas cuantas, y muy graves, en la zona de lo negativo. La guerra de Irak, los presos de Guantánamo, el deterioro de las relaciones con Europa, las sospechas de «pucherazo» electoral, el aumento del paro, la pérdida de libertades en favor de la seguridad... En fin, una larga retahíla de asuntos que hoy están a la orden del día.

Falta una semana para despejar la gran incógnita y la cosa está que arde. Tanto que se está convirtiendo en una especie de emocionante guión de cine. La carrera electoral está tan igualada que probablemente haya que sumar hasta el último voto para saber quién es el próximo inquilino de la Casa Blanca.

Sea quien sea, lo que para nosotros resultará más urgente es recomponer las relaciones bilaterales, algo deterioradas en los últimos tiempos.