El más reciente incidente con Cuba ha puesto de nuevo de actualidad un asunto que a la mayoría de los españoles les toca tan de cerca como si se tratara de una provincia más del país. La isla caribeña está muy cerca, a pesar de la distancia. Y quizá por eso -y por lo idealizado que ha estado durante décadas-, el régimen castrista goza de un cierto halo de beatitud que poco o nada tiene que ver con la realidad. Porque la realidad nos confirma que, en efecto, Fidel Castro ha conseguido unos índices de bienestar social -especialmente en sanidad y educación- raros en esa región (basta echar una mirada a la vecina Haití). Pero fuera de ese ámbito, la dictadura castrista no es más que eso, un régimen atroz que no permite la menor oposición y que recurre sin pestañear a torturas y ejecuciones para combatirla.

Sin embargo, se dan con Cuba muchas relaciones. Las hay sentimentales -el sueño de una revolución de izquierdas-, familiares -miles de españoles y baleares emigraron allá-, económicas -empresas, sobre todo turísticas, que se han implantado en la isla-, políticas -la obligación moral de seguir de cerca la evolución de un país que un día fue también parte de España-..., por lo que es preciso y conveniente no romper lazos con La Habana.

Por lo demás, la expulsión del diputado popular Jorge Moragas, cuya visita puede entenderse como una clara provocación, se adecua a la aplicación estricta de la legislación cubana, aunque desde el punto de vista democrático es de todo punto injustificable. El Gobierno español, con buen criterio, quiere limar asperezas con Cuba, pero el régimen de Castro parece no reaccionar ni ante la excesiva firmeza que mostró Aznar, ni ante el nuevo talante de diálogo de Zapatero.