Cuando el ya de por sí enrevesado lenguaje diplomático se aplica a asuntos comerciales, es raro que se llegue a conclusiones asequibles a todos. Ahora, en Ginebra, la recién finalizada reunión de la Organización Mundial de Comercio (OMC) no ha hecho sino abundar en esta vieja máxima. Es cierto que se ha adelantado algo en la reducción, en términos generales, de un proteccionismo que desde hace décadas lastra el comercio mundial. Las negociaciones en curso, y las que vendrán, permiten intuir un futuro en el que se eliminarán barreras al comercio en beneficio de los países menos desarrollados. De llevarse hasta el final los acuerdos de Ginebra, esa producción agrícola de las naciones pobres que les permite ingresar divisas con las que adquirir medios tecnológicos, progresar.

El Sur pobre y desamparado tendrá oportunidad de vender mejor sus productos en un mercado más abierto. Ello, naturalmente, comporta una reducción de las subvenciones agrícolas a los países más ricos, y aquí empiezan los problemas. Entre otras razones, porque a cambio los países más desarrollados exigirán a los más pobres una progresiva disminución de las barreras aduaneras a sus productos industriales. Dicho de otra manera, los occidentales les compraremos, por ejemplo, más algodón a los africanos -por cierto, de mucha mejor calidad que el que nos llega de USA- pero en contrapartida obligaremos a que nuestra maquinaria industrial «cuele» con aranceles más bajos en los países de destino. De como se lleve a cabo el universal cambalache depende el que se pueda dar crédito a los recientes acuerdos de Ginebra, o que por el contrario se vuelva a hablar de un relativo fracaso como el que la OMC cosechó en su anterior reunión de Cancún.