Hace ahora cinco años, el 30 de julio de 1999, llegaba al trono de Marruecos Mohamed VI arropado por la esperanza de un pueblo que desde el primer momento creyó en sus deseos de reformar el país, hasta el punto de bautizarle como el futuro «rey de los pobres». Igualmente, desde las cancillerías europeas se saludó al nuevo monarca como el guía que estaba llamado a conducir la modernización de un Marruecos que durante el reinado de Hassan II presentó en muchos aspectos tintes semifeudales. Transcurrido un lustro, la decepción se ha enseñoreado de una sociedad marroquí que, en líneas generales, admite que el nuevo rey se ha limitado a perpetuar los privilegios de la Corona sin atender lo más mínimo a unas reformas aún pendientes. La pobreza, el subdesarrollo, el paro, se han agudizado, convirtiendo al país en un auténtico semillero de terroristas. Y precisamente con el pretexto de la lucha antiterrorista se ha producido un grave deterioro en materia de derechos humanos. Mientras, la monarquía de Mohamed VI ha seguido los pasos de la de su padre en el sentido de que ha estado tan sólo pendiente de reforzarse en detrimento de otras instituciones, como el Parlamento, los partidos o el Consejo de los Ulemas, que se han visto así parcialmente deslegitimadas. El poder del rey y el del Majzén -entramado tejido en torno al trono- continúa siendo hoy prácticamente absoluto. El rey es el primer empresario y el primer banquero de Marruecos, como se puso de relieve el pasado año con la compra del Wafabank por parte del Banco Comercial de Marruecos, entidad controlada por el «holding» real. Tras dicha adquisición, el 60% de las acciones de la Bolsa de Casablanca pasaron a manos de la Corona. Este vergonzante episodio llevó incluso a muchos de los que eran partidarios del nuevo monarca a deducir que por ese camino resultaba imposible avanzar en el desarrollo del país. Éste es hasta ahora el saldo de un reinado que ha decepcionado en la medida que inicialmente pudo generar ilusión.