Existen tantas razones, y de tanto peso, para que cunda entre la comunidad internacional una preocupación de carácter humanitario ante los problemas que hoy padece Haití, que cuesta comprender los argumentos de quiénes se oponen a que se preste una ayuda inmediata al país antillano. Haití es la nación más pobre de América y una de las más pobres del mundo. Su bajísima renta per cápita está en el origen de unos datos estadísticos escalofriantes: una tasa de analfabetismo del 47%, una expectativa de vida de tan sólo 51,6 años, y una mortalidad infantil que alcanza a 76 de cada 1.000 niños. A esta miseria de proporciones casi bíblicas, cabe añadir ahora la desbordante violencia que se ha enseñoreado del país tras la revuelta del pasado mes de febrero que se saldó con la caída del presidente Jean Bertrand Aristide. Desde entonces, bandas de criminales y partidarios del depuesto presidente han tomado las calles de unas ciudades en las que la mayor parte de la población vive en la pobreza, sin agua potable ni electricidad bajo un clima tropical. En un Haití por el que pululan legiones de delincuentes armados, un Estado frágil apenas cuenta con 3.000 agentes para intentar mantener el orden. Todo tipo de atropellos sobre la población civil se suceden a diario. La misma inseguridad dificulta el establecimiento de programas de ayuda y, por descontado, convierte hoy en utópico cualquier plan de inversiones encaminado a propiciar el desarrollo. Las instituciones se tambalean, comenzando por un Gobierno interino que ha perdido el control de la situación. Los esfuerzos llevados a cabo por la ONU para reclutar fuerzas que colaborarían en la pacificación del país y contribuirían a establecer unas mínimas condiciones de vida, no están teniendo por el momento demasiado éxito. Tal vez con todo lo expuesto líneas atrás, algunos empezarán a comprender por qué es preciso enviar ayuda, material y humana, a Haití.