La convulsa situación en Oriente Próximo se ha visto de repente
sacudida por un caso que poco tiene que ver con el conflicto que
enfrenta a palestinos e israelíes. Se trata de un presunto caso de
corrupción que ha llevado a la solicitud de procesamiento del
primer ministro Ariel Sharón. El caso de un presumible trato de
favor en una intrincada trama en la que también se halla implicado
el hijo menor de Sharón, Gilad, y que tenía como objeto presionar
al Gobierno griego para establecer un plan inmobiliario que
favoreciera ciertas modificaciones en una isla helena adquirida por
éste, podría significar el final de una era política.
Ariel Sharón, desde aquella primera visita a la Explanada de las
Mezquitas, considerada por los árabes como una provocación, ha
adoptado una posición que en nada ha favorecido el proceso de paz.
Muy al contrario, ha establecido una política de respuesta militar
que ha llevado la zona a un permanente estado de guerra.
Bien es verdad que desde el lado palestino nada ha favorecido
que las cosas fueran en sentido contrario. Los atentados
indiscriminados contra inocentes se han producido con mayor
ensañamiento y con mayor frecuencia. Los terroristas suicidas,
desgraciadamente, forman parte del paisaje común de Oriente Próximo
de los últimos tiempos.
La comunidad internacional, que debiera adoptar un papel
fundamental en la pacificación de la zona, se ha visto sacudida por
la tragedia del 11-M y por la polémica sobre el papel jugado por la
Administración de Estados Unidos antes de los atentados del 11-S.
No deja de ser sorprendente que, en esta especial coyuntura, sea un
caso interno de corrupción el que puede poner a Sharón contra las
cuerdas.
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