El último informe sobre inmigración en Balears pone de
manifiesto algunos datos de interés, especialmente aquel que revela
que los habitantes de estas Islas somos escasamente xenófobos, lo
cual es motivo de felicitación, pues a nadie se le escapa que
cuando un territorio -pequeño, además- se ve intensamente
presionado por la inmigración suele tender a manifestar
sentimientos contrarios hacia el que llega.
Quizá sea la larga tradición de acogida que ha tenido esta
tierra la que nos haya preparado para el fenómeno que vivimos ahora
y que da como consecuencia una convivencia más o menos fácil y
fructífera. De ahí que apenas se registren situaciones difíciles
entre los residentes «de toda la vida» y esos ciento cincuenta mil
nuevos baleares.
Se trata de una situación, no obstante, que debería conducirnos
a la reflexión, pues Balears, por sus especiales características
-territorio limitado, recursos limitados y una industria
prácticamente monopolizada por el turismo-, puede convertirse en un
lugar frágil. La enorme presión de la inmigración podría conducir a
una pérdida paulatina de nuestras señas de identidad -quizá
inevitable por el mero progreso de la sociedad- y a una delicada
situación económica en caso de recesión. De ahí que debamos dar la
bienvenida a una inmigración responsable y controlada que revierta
en beneficios para ambas partes. Porque Balears necesita, qué duda
cabe, a todas esas personas que han venido (el crecimiento
demográfico se debe a ellos) para potenciar nuestra economía y
nuestro sistema de pensiones. Pero también debe mirarse a sí misma
y velar por una adaptación sosegada de los extranjeros y la
necesidad de limitar, en adelante, el número de nuevos
residentes.
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