La situación en Oriente Próximo es cada día más explosiva y las
posibilidades de que se retome el camino del diálogo para
restablecer el proceso plasmado en la llamada «Hoja de ruta» son
cada vez más escasas. Y, por si no fuera suficiente con la
violencia desatada de uno y otro lado, el presidente de los Estados
Unidos, George W. Bush, se ha limitado a pedir que se reduzca la
tensión sin condenar en ningún momento los ataques del Ejército
hebreo en territorio sirio.
Afortunadamente, parece que el presidente de Siria, Bachar al
Asad, ha reaccionado con extremada prudencia, pidiendo una reunión
urgente del Consejo de Seguridad de la ONU. Pero Israel no puede
plantearse en modo alguno continuar con esta política, que sólo
puede traer como consecuencia una escalada de la violencia de tal
magnitud que podría convertir Oriente Próximo en zona de
guerra.
Bien es verdad que la Autoridad Nacional Palestina no ha
conseguido poner coto a los desmanes y a los ataques
indiscriminados y salvajes de los integristas islámicos, que se han
cebado retomando su macabra actividad y segando la vida de
inocentes. Cierto es que la credibilidad de Yaser Arafat es
limitadísima, por no decir que nula. Y también que desde la
dimisión de Abu Mazen como primer ministro palestino, las cosas se
han puesto realmente más difíciles.
Visto todo esto, parece muy claro que la actitud estadounidense
está lejos de ser la más adecuada. No se trata de ejercer una
defensa a ultranza de las posiciones del Gobierno de Sharon, por
mucho que existan presiones internas, sino de actuar desde la
moderación y desde el convencimiento de que sólo mediante el
diálogo es posible alcanzar acuerdos que conduzcan a la
pacificación definitiva de la zona.
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