Las modernas sociedades muestran una particular sensibilidad hacia toda cuestión relacionada con el deterioro del medio natural, una sensibilidad por otra parte casi forzada por la necesidad de defender a la Naturaleza de la agresión que supone el incremento de la presión demográfica. Algo que se pone especialmente de relieve en un lugar como el archipiélago balear, donde durante una parte del año se vive un considerable aumento de la población. Bien está esa preocupación por el entorno y sobradas razones existen para su conservación, pero ello no debe conducir en ningún caso a perder pie en la realidad.

La aparición a lo largo de este verano de notables cantidades de residuos en determinadas zonas de nuestro litoral -especialmente del mallorquín- no debe inducir a la formulación de extrañas, cuando no pintorescas, teorías acerca del origen de dicho fenómeno. Se ha hablado de una procedencia peninsular o del Norte de Àfrica para esa suciedad llegada a nuestras playas y que tan molesta es para quienes las frecuentan. Y en éste, como en otros casos, tal vez lo mejor es atender a la autorizada opinión de los expertos, sobre todo cuando éstos se pronuncian desde la sensatez en lugar de decantarse por alambicadas explicaciones. Hemos vivido un verano atípico, caluroso y excesivamente calmado, en el que la ausencia prácticamente total de tormentas ha determinado un estancamiento de las habituales corrientes marinas que contribuyen a «sanear» nuestras aguas. Ello, unido al aumento lógico en la evacuación de residuos que produce la llegada masiva de turismo propia de la canícula, explica razonablemente el fenómeno. La suciedad de nuestras costas reconoce un origen propio y los residuos que a ellas llegan aquí se generan. Y esto es lo que realmente debe importar a quienes tienen en su mano arbitrar soluciones para el problema. Todo lo demás, incluida la búsqueda de extrañas explicaciones, no supone sino un empeño de quitarse el problema de encima.