Se han cumplido cuatro años de la llegada de Mohamed VI al trono
marroquí y el monarca lo ha celebrado a su manera, es decir,
abundando en la decepción que su reinado ha supuesto desde los
inicios del mismo entre quienes se permitieron ingenuamente pensar
que su coronación inauguraría un período de democratización en el
país. Al no concederle el indulto al periodista disidente Alí
Lmrabet, el rey ha desperdiciado una excelente oportunidad de
mostrar ante la opinión internacional un talante algo más abierto,
reconocido el eco que su encarcelamiento y posterior huelga de
hambre han tenido entre la misma.
Hubiera sido un gesto de magnanimidad que, razones humanitarias
y de justicia aparte, le hubiera reportado innegables beneficios a
su imagen. Pero hay un aspecto en el que Mohamed VI podría haber
errado aún más, dadas las consecuencias que su cerrada actitud
puede llegar a originar.
Su anuncio de la inminente aprobación de una ley que prohibirá
la creación de partidos políticos de matiz islamista, unido a lo
tajante de su alegato reivindicando exclusivamente para sí el
liderazgo religioso en el país, son susceptibles de llevar a la
sociedad marroquí a una situación extremadamente peligrosa. Puesto
que al pretender con esta medida yugular el islamismo
fundamentalista, el rey está también cerrándole vías al islamismo
moderado hoy en la oposición, con el riesgo de radicalización que
ello comporta.
A diferencia de lo que ocurre en su vecina Argelia, y si hacemos
exclusión de los pasados atentados de Casablanca, el terrorismo
integrista no ha castigado excesivamente a Marruecos, un país
siempre más próximo a Occidente, tanto por cuestiones de tradición
como de dependencia política. Ahora, y de aprobarse esa ley, podría
situar al islamismo moderado en un disparadero que le condujera a
replantear el carácter de sus actuaciones. Y la responsabilidad de
ello sería sólo suya.
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