Si el pasado 25 de mayo transcurrió en toda España con absoluta normalidad y con la sensación compartida de que la democracia está definitivamente asentada en nuestro país, donde se respetan todas las opciones políticas, ayer la banda terrorista ETA volvió a distorsionar este paisaje actuando de la única manera en que sabe hacerlo: matando.

La tranquila localidad navarra de Sangüesa sufrió una conmoción al ver cómo un coche de la Policía Nacional saltaba por los aires por efecto de una potente bomba adosada en sus bajos. Como consecuencia morían en el acto dos de sus ocupantes, mientras un tercero resultaba herido gravísimo, así como un trabajador que se encontraba en las cercanías del atentado.

Nuevamente ETA entra en nuestras vidas, cuando algunos apuntaban ya la posibilidad de una tregua de facto, pues desde el pasado 8 de febrero no había cometido ningún acto terrorista. Pero no, nada más lejos. Seguramente lo que ETA pretendía con ese prolongado silencio era apoyar a sus candidatos electorales, a sabiendas de que la violencia no haría sino añadir votos a las opciones políticas pacíficas. Por eso, una vez concluida la campaña electoral y celebradas las primeras elecciones sin aspirantes abertzales, el ruido de las armas ha vuelto a dejarse oír.

La condena ha sido casi unánime y sólo Otegi ha sido capaz de acusar a otros -al Gobierno central- de un crimen del que únicamente hay un culpable: ETA y quienes le apoyan. Así que se impone continuar con la actual política de persecución policial y cooperación internacional para debilitar aún más a esta banda de asesinos que no persiguen más que causar dolor y desestabilizar en la medida de lo posible la convivencia en el País vasco.