Una de las razones que con mayor fuerza han esgrimido quienes se
han opuesto a la guerra de Irak era el carácter de «negocio», de
buen negocio, que suponía para los Estados Unidos y sus aliados.
Pero lo malo, tratándose de guerras, es que a diferencia de lo que
comúnmente entendemos por negocio, aquí no obtienen ganancias las
dos partes, sino tan sólo la que tras la victoria se hace con el
control de los medios de producción, o los somete a su influencia.
Por ceñirnos al caso de Irak, y dejando bien sentado que las
pérdidas realmente irreparables son las de vidas humanas, vale la
pena reparar en las desastrosas consecuencias que para los iraquís
han tenido los conflictos que se iniciaron con la primera guerra,
en 1991.
Desde entonces, el ritmo de crecimiento de la renta per cápita
ha sido en la zona de los más bajos del mundo. La guerra fue
responsable de que la región perdiese unos 600.000 millones de
dóalres en ingresos; cantidad que tras el último y más reciente
conflicto podría situarse según los expertos en un billón de
dólares, una cifra casi equivalente al Producto Interior Bruto
español de dos años. Se ha frustrado la creación de entre cuatro y
cinco millones de puestos de trabajo, a la vez que se ha registrado
un constante descenso de la inversión en la región, no sólo en
Irak, sino también en los países vecinos y de los ingresos por
transporte y turismo, además de un considerable declive del
comercio.
El progreso se hace, pues, muy difícil en una zona
periódicamente sacudida por la guerra. Pensemos que si tenemos en
cuenta los conflictos en los que se han visto involucrados Irak,
Irán, Kuwait, Siria, Líbano y Egipto, hablamos de un rincón del
planeta que no ha disfrutado de una paz permanente en los últimos
50 años. Éste es el panorama al que hoy se enfrenta la depauperada
economía iraquí. Un panorama que casi impide que la prosperidad y
el futuro tengan algún sentido.
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