Las bombas no dejan de caer sobre distintos puntos del norte, el sur y el centro de Irak y la mayoría de sus desesperados ciudadanos se ven atrapados en las ciudades. Las organizaciones no gubernamentales que esperan con paciencia la señal que les permita iniciar sus labores humanitarias denuncian que ambos bandos han tomado a la ciudadanía iraquí como rehén, haciendo de hombres, mujeres, ancianos y niños unos escudos humanos a los que utilizar a su antojo. No es una acusación leve. Muy al contrario, las convenciones que rigen las guerras -aunque a diario parezca que en la guerra vale todo- obligan a los contendientes a proteger a la población civil y ese cumplimiento está brillando por su ausencia. Desde la administración iraquí, porque al impedir que los civiles abandonen las ciudades se pretende frenar los bombardeos masivos e indiscriminados, que causarían todavía más masacres. Desde el lado norteamericano, porque sin la población civil las tropas iraquíes tendrían vía libre para emplear todo su potencial militar, incluyendo, supuestamente, las armas químicas y bacteriológicas.

Así las cosas, los campos de refugiados previstos por gobiernos y ONGs permanecen casi vacíos, a la espera de que en unas semanas empiecen a registrar movimientos de éxodos como los que se ven en todas las guerras. Mientras, la población sufre situaciones límite, sin agua, sin alimentos, sin electricidad y apenas ahora empiezan a llegar cargamentos de víveres. Y sin la posibilidad de que las organizaciones humanitarias penetren en las ciudades sitiadas para auxiliarles.

Un atolladero del que quizá sólo la ONU pueda forzar una salida, tomando las riendas de la ayuda humanitaria, ya que las de la guerra se las han arrebatado.