Las negociaciones entre los responsables de la economía
argentina y los del Fondo Monetario Internacional (FMI),
interrumpidas en diciembre pasado a la vista del caos que vivía el
país y la falta de garantías que se ofrecían desde su Gobierno, se
han reanudado recientemente. Se negocia un acuerdo de asistencia
financiera, siempre contando con las condiciones impuestas desde el
FMI. Varias de ellas, las de mayor relevancia técnica, por así
decirlo, ya se han visto satisfechas por el Ejecutivo de
Duhalde.
Así, los requisitos impuestos relativos al ajuste fiscal en las
administraciones, la modificación de la ley de quiebras y la
derogación de la ley de subversión económica, se cumplen, por más
que queda pendiente la cuestión de la congelación de depósitos,
popularmente conocida como el «corralito». Aunque no es condición
sine qua non, el FMI está a la espera de la evolución del plan
puesto en marcha al respecto por Duhalde. En cualquier caso, las
cosas parecen ir por buen camino pese a las suspicacias que la
situación argentina despierta. Y es que a muchos cuesta comprender
cómo un gran país, Argentina, se ha convertido en tan mal negocio.
En cierto sentido no es difícil de explicar.
Saliendo de un peronismo más entusiasta que eficaz, la nación
cayó en manos de una dictadura militar que la endeudó hasta
extremos inenarrables, convirtiéndola en pobre y haciéndole creer
que era rica. Tras el interregno de Alfonsín, llegó un Menem
nefasto que remató la faena vendiendo las empresas nacionales,
creando una riqueza ficticia. Si a ello le añadimos la falta de
estabilidad generada por los vaivenes políticos y una galopante
corrupción, tendremos una visión razonable de este sincopado
proceso de degradación financiera que ahora parece haber tocado
fondo. Urge seriedad en el manejo de la economía del país; cuando
menos la suficiente para sustentar la confianza de un FMI que
aunque bien dispuesto, no actuará en ningún caso sin contar con las
garantías pertinentes.
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