La muerte de Joan Marí Cardona deja un reto difícil a las nuevas generaciones de historiadores y sacerdotes, dos ámbitos en los que la huella es imborrable, cubrir el hueco de un personaje tan sencillo como extraordinario. No es fácil ser a la vez maestro y compañero, investigador y referencia, como lo fue el canonge arxiver. Las Pitiüses están de duelo porque han perdido a un hijo ilustre que se desvivió por su tierra, por conocerla y venerarla, y arrastrar a los que le rodeaban hacia la misma pasión, pero también porque han perdido a un personaje que fue amigo de muchos de los que pasaron por su lado, como prueban las muchísimas pruebas de afecto y reconocimiento recogidas al saberse la noticia de su fallecimiento. Su ingente obra supone una continuación en muchos aspectos de la de su ilustre predecesor en el cargo, Isidor Macabich, aunque en realidad es más bien una superación de ésta. Don Joan fue constante y sistemático y logró recoger y describir aspectos de la historia de Eivissa y Formentera a los que poco más se puede decir, pero que han abierto vías que deben ser seguidas por otros, como de hecho ya se está haciendo.

Afortunadamente, el canonge recibió el reconocimiento no sólo del Consell, sino de la propia comunidad autónoma balear, que le impuso en 2000 la Medalla d'Or, y de la propia Generalitat de Catalunya, que le concedió la Creu de Sant Jordi durante la época en la que estuvo al frente del Institut d'Estudis Eivissencs, distinciones que hoy parecen poco para ensalzar a una persona con dedicación exclusiva a conocer a su prójimo, por saber de dónde viene para tratar de intuir hacia dónde va. Lo que él tiene que saber allí donde esté es que su trabajo, que en su modestia no era más que una «demostración de egoísmo», nos ha ayudado a saber cómo somos.