Mientras varios heridos en el atentado del martes en Madrid
todavía intentan recuperarse de ese instante trágico en el que
estuvieron a punto de perder la vida, ayer se celebraba en Vizcaya
el funeral por la última víctima de la fiebre criminal etarra. Las
declaraciones de unos y de otros en estos momentos terribles hablan
de esperanza de paz, de condenas sin fisuras, de fuerza moral
contra la barbarie. Ciertamente, hay que mantener el ánimo arriba
porque sabemos que tenemos la razón, que el terror sólo conduce al
caos y que ETA jamás conseguirá sus objetivos últimos "aunque algo
sí han logrado: secuestrar algunas de las libertades en el País
Vasco", pero treinta años manteniendo en pie esta situación son
demasiados.
El planeta entero está en guardia contra el terrorismo. Mientras
las bombas caen sobre Afganistán por tratarse de un régimen que
aloja y protege a terroristas internacionales, en Irlanda la
sociedad camina con timidez hacia una paz segura.
Aquí no. El zarpazo vuelve al ataque y deja al país estremecido.
Nada logran con esta nueva muerte, pero ya han conseguido poner una
piedra más en el camino hacia la normalidad. El remedio no lo
conoce nadie, pero desde luego no se alcanzará la paz, la
tranquilidad, la justicia y la democracia plenas con palabras de
ánimo para los defensores de la libertad.
En una lucha contra una organización armada hay que plantearse
medidas contundentes que asfixien económica, política y socialmente
al terrorista y a cualquiera de sus amigos. Aquí no valen medias
tintas. Los acontecimientos del 11 de septiembre han mostrado al
mundo el verdadero rostro de la bestia y no podemos permitir que se
instale entre nosotros, impidiéndonos vivir un futuro de paz.
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