Ha creado polémica en los últimos días las rocambolescas
peripecias vividas en el Parlamento durante la negociación política
para renovar los miembros de los principales órganos judiciales:
Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial. La
primera sorpresa surgió cuando los dos partidos mayoritarios,
Partido Popular y Partido Socialista, cerraron un acuerdo para
excluir de estas instituciones a representantes nacionalistas de
Convergència i Unió y del PNV. La protesta fue sonada, pues se
temía que las voces de importantes minorías de este país quedaran
ahogadas por la imposición de los más fuertes.
Pero poco después saltó un nuevo «susto» que ha paralizado aquel
consenso inicial. Las palabras de Rodrigo Rato, acusando al PSOE de
ejercer un chantaje para «colocar» a miembros de su partido en
determinados puestos políticos a cambio de su apoyo a la elección
de jueces, han desatado un auténtico huracán.
En el fondo de toda esta polémica está el método de designación
de los miembros del máximo órgano de gobierno de los jueces. Si
tradicionalmente uno de los pilares de la democracia es la
independencia de los jueces, cabe preguntarse hasta qué punto es
lícito que éstos sean designados «a dedo» por los partidos
políticos más poderosos. Los inconvenientes que se derivan de esa
elección son obvios: cualquier decisión de los juristas designados
de este modo siempre estará bajo sospecha. Existe la alternativa de
que los órganos sean ocupados por jueces elegidos desde las propias
asociaciones judiciales, pero esta opción también tiene sus
detractores, ya que estas asociaciones también tienen un claro
matiz ideológico, progresista o conservador. No es fácil dar con el
procedimiento óptimo, pero lo cierto es que todo lo sucedido en
nada ayuda a dotar a la Administración de Justicia de un sistema
que le permita ser libre e independiente.
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