El 11-S pasará a la historia, entre otras cosas, como una fecha funesta para la aviación comercial mundial pues el atentado puso vergonzosamente de manifiesto lo sencillo que puede resultar secuestrar un avión, pilotarlo después de unos pocos meses de entrenamiento y estrellarlo contra cualquier objetivo sin que los servicios secretos y las medidas de seguridad que existen en todos los aeropuertos del mundo se percaten siquiera.

Por ello el presidente norteamericano, George W. Bush, propuso ayer con acierto un cambio radical en el sistema de seguridad aérea. Algo que, como suele ocurrir siempre, se llevará a cabo después de contabilizar miles de muertos por la anterior dejadez.

Pero entre las muchas y lógicas medidas anunciadas por la Administración norteamericana pone los pelos de punta la idea de autorizar, en caso de peligro para la población, el derribo de cualquier aparato comercial del que se sospeche que pueda haber sido utilizado para cometer un atentado al estilo de los de Nueva York y Washington.

Bush ha querido con su propuesta tranquilizar a los americanos sobre el grado de seguridad que van a encontrar en un futuro próximo en aeropuertos y vuelos y les ha invitado a tomar un avión con total garantía.

Poca gracia les hará a los usuarios la posibilidad de ser derribados para evitar males mayores, así que la crisis en la aeronáutica comercial está servida.

Cierto que la seguridad aérea debe ser férrea, en todas las partes del mundo, sin dejar ni un solo cabo suelto por el que puedan colarse los terroristas, pero no es menos cierto que éstos idearán nuevas y criminales formas de atentar en sectores donde, de nuevo, falle la seguridad.