El mundo entero sigue pendiente de los acontecimientos en los
Estados Unidos y de las enormes repercusiones que tienen estos
luctuosos sucesos en el resto del planeta. La primera de las
prioridades ha sido el rescate de las víctimas, como no podía ser
de otra manera. Pero ahora, a las temidas consecuencias de un
agravamiento de la situación económica, ya de por sí desacelerada,
se añade un clima prebélico, ante una previsible guerra, ya
anunciada por las autoridades militares estadounidenses casi desde
el primer momento, cuando aún las primeras imágenes de la tragedia
sobrecogían al mundo.
Afortunadamente, en un primer momento se impuso una serenidad
más que necesaria en la Casa Blanca, lo contrario hubiera sido no
sólo contraproducente, sino además una reacción irreflexiva y fuera
de lugar que sólo Dios sabe adónde nos hubiera conducido. Sin
embargo, con el correr del tiempo, la incertidumbre sobre las
acciones que emprendan los Estados Unidos y la reacción de los
radicales islámicos frente a ellas, hacen que el mundo occidental
se muestre altamente preocupado. Y no es para menos.
Muchos son los asuntos que todos los estados deben replantearse,
desde la seguridad en los aviones y los aeropuertos hasta la
política en materia de seguridad y de justicia frente al
terrorismo. Pero también cabe la reflexión sobre las causas que
pueden conducir al fanatismo religioso o nacionalista y, por ende,
a la comisión de barbaridades como las del pasado martes.
Es una evidencia que la política internacional debe sufrir
importantes cambios que conduzcan a situaciones más justas y más
seguras. Por el momento, la certeza más absoluta es que después del
11 de septiembre nada volverá a ser igual.
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