El día después del mayor acto terrorista de la Historia no fue el del apaciguamiento, más bien todo lo contrario. La primera potencia del mundo no pudo sobreponerse a la sensación de caos y colapso generalizado. Las imágenes servidas por la CNN y otras grandes cadenas norteamericanas nos han trasladado a un escenario apocalíptico, las calles de la Gran Manzana sumidas en la desolación y el pánico. Hundidos en la profunda sima del horror que nos provocó la acíaga jornada de los atentados, no disponíamos de la perspectiva necesaria para evaluar la magnitud del desastre. En ese contexto, el desplome de las bolsas, la incertidumbre económica que se cierne sobre nuestras vidas, no es sino la consecuencia lógica del giro que, en apenas unas horas, ha conocido el curso de la Historia.

Pero en medio de tanta incertidumbre hay que hacer un esfuerzo para valorar los aspectos positivos de esta crisis mundial sin precedentes. En primer lugar, la entereza y prudencia demostrada por George Bush, que, al menos hasta ahora, está pulverizando la imagen de «vaquero burdo e irresponsable» que le quisieron atribuir apresurados apologistas del falso progresismo. También hay que destacar la serena reacción de la mayoría de los dirigentes mundiales, incluido el imprevisible Fidel Castro, que han dado muestras de saber estar a la altura que reclaman las circunstancias. Quizá la urgencia por rescatar siquiera los cadáveres de tantos inocentes convierta ahora toda reflexión en inconsistente.

Sin embargo, pronto será el tiempo de la autocrítica y el cambio de rumbo para un Occidente que se ha ido debilitando progresivamente al socaire de un entreguismo y unos complejos que, ahora se ha visto, cebaban a la bestia integrista y fanática, enemiga de la libertad y el progreso. Un progreso que no puede ni debe dejar al margen a los desheredados de la tierra, pues toda paz se asienta en la justicia. El futuro, indudablemente, debe cimentarse tanto en un rearme moral imprescindible como en un orden universal más justo y solidario.