Tal vez lo peor que tienen las dictaduras es esa capacidad de
perdurar en modos y formas de comportamiento, aún después de
acabado su tiempo. Puede finalizar un ciclo de autocracia, caer
derrocado o morir el dictador, llegar nuevas leyes justas que
sustituyan a la arbitrariedad del pasado, pero siempre existe el
peligro de que individuos, y aún generaciones, queden marcados por
la pasada tiranía y sus indeseables hábitos. Algo de eso sabemos en
España, en donde nos costó décadas dejar atrás la herencia de un
franquismo que ya en plena democracia afloraba episódicamente.
También lo están constatando ahora en Argentina, merced a un
informe suscrito por jueces y fiscales en el que se denuncia que la
tortura sigue siendo una práctica habitual en el país. En numerosas
dependencias policiales argentinas, los detenidos son víctimas de
malos tratos físicos y psíquicos por parte de unos funcionarios que
aprendieron su macabro oficio bajo la dictadura. Pensemos que
muchos de ellos, que tenían entre 20 y 30 años en 1976 "al
implantarse la dictadura", son hoy hombres en plena madurez
profesional que ocupan cargos intermedios, o de mayor
responsabilidad, en la policía o en las cárceles.
Formados en la escuela de la represión "si bien la dictadura en
Argentina no se prolongó por espacio de muchos años, sí tuvo un
carácter particularmente virulento", tienen dificultad a la hora de
entender lo que es la vida en democracia. Pero no queda ahí la
cosa, sino que la denuncia que contiene el informe llega más
arriba, al propio poder judicial, al que se acusa de no aplicar
"con las excepciones de rigor" las normas penales destinadas a
evitar y castigar la tortura. Todo ello habla de la necesidad que
tiene la sociedad argentina de promover una auténtica renovación en
los cuadros correspondientes, posiblemente gente más joven, de
espíritu más abierto y capaz de comprender que la democracia es
algo que llega también a las comisarías y cárceles y que su
espíritu alcanza igualmente a los que albergan.
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