El Govern de les Illes Balears tiene razón cuando dice que el
archipiélago no puede soportar el ritmo de crecimiento que ha
experimentado a lo largo de los últimos años. También es evidente
que esta era una de las banderas de las fuerzas progresistas y que,
desde que los partidos de izquierda accedieron al gobierno de las
principales instituciones, han anunciado por activa y por pasiva
que había que poner freno.
No podemos tirarnos ahora de los pelos por unas medidas que
sabíamos que iban a llegar. Y tampoco hay que escandalizarse por el
hecho de que, para garantizar la efectividad de la reforma de las
Directrices de Ordenación del Territorio (DOT) o de la nueva Ley
del Suelo, se haya decidido suspender temporalmente la concesión de
licencias o, en este caso, más bien ralentizar el ritmo. Hasta
aquí, y como capítulo aislado, todo este proceso tiene su
lógica.
Pero los hechos nunca se producen de forma aislada y es
precisamente el contexto en el que se han producido lo que debe
hacer reflexionar a las autoridades de las Islas y, sobre todo,
convencerlas de que no es deseable que esta situación se repita.
Porque el entuerto en el que puede verse inmerso un ciudadano de a
pie que tenga una parcela y desee construir una vivienda es, en
estos momentos, de gran calibre.
Y la posibilidad de que todo este entramado legal, complejo y
confuso, acabe por beneficiar a las grandes promotoras, con más
posibilidades para estar bien asesoradas y entrar en la carrera de
ver quién pide antes la licencia resulta peligrosa. El crecimiento
debe ser racional, por supuesto, pero las trabas a este incremento
de la construcción o de las viviendas también deben serlo. Es
evidente que el legislador no pretende complicar la vida del
ciudadano sino incrementar la calidad de ésta pero, para ello, tal
vez deberían haberse hecho las cosas paso a paso.
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