Los sindicatos que defienden los intereses de los trabajadores del transporte turístico en Balears están quemando sus últimos cartuchos antes de emprender una huelga que promete ser tremenda para todo el sector. Las 00.00 es la hora elegida para empezar a crear un caos absoluto en los aeropuertos que puede desembocar en anulación de vuelos, desvío de turistas a otros destinos y hasta el cierre de Son Sant Joan.

La situación está que arde y las largas y tensas negociaciones parecen no haber conducido a nada, a menos que las últimas horas sean determinantes, como suele ocurrir, para llegar a un acuerdo del que toda la opinión pública está pendiente.

Todas las reivindicaciones de los trabajadores son legítimas, eso es indiscutible, pero no todas las maneras de conseguirlas lo son por igual. Que los chóferes de los autocares exijan suficientes horas de descanso es del todo razonable y que aspiren a cobrar un salario digno, también. Pero ni los turistas ni los ciudadanos de a pie tienen por qué sufrir las consecuencias de sus huelgas.

En este país, por desgracia, el derecho a la huelga se está convirtiendo en una carta blanca para cometer toda clase de tropelías, desde llenar de basuras instalaciones públicas que pagamos entre todos hasta impedir que los ciudadanos puedan coger el avión que tenían previsto, con las consecuencias a nivel personal y económico que eso conlleva. Ya lo dijo el Gobierno con motivo de la protesta de pilotos de Iberia: «Los sindicatos no pueden tomar a la ciudadanía como rehén».

Algún modo habrá de llegar a un acuerdo que, de todas formas, se alcanzará antes o después de una huelga que puede degenerar en un desastre. Pero antes de que sea demasiado tarde, todas las partes implicadas en el conflicto deben hacer este último esfuerzo. Nadie duda de que los sindicatos pueden parar todo el transporte turístico e incumplir los servicios mínimos, pero, ¿quién saldrá beneficiado? Evidentemente, nadie. Y perjudicados, todos.