Cuando parecía que empezábamos a levantar cabeza con el
preocupante asunto de las vacas locas, la lengua azul y la fiebre
aftosa, salta la voz de alarma advirtiendo de brotes de peste
porcina clásica. Para los legos en materia de sanidad animal, se
trata sólo de otro escándalo más que salpica la cadena alimenticia
que compartimos todos. Ya desde la crisis de la encefalopatía
espongiforme bovina fueron muchos los que recomendaron con seriedad
el vegetarianismo y ahora, con estas nuevas noticias, volverá a
plantearse la cuestión. Nada tienen que ver, desde luego, unas
enfermedades con las otras, pero sí que tienen en común un aspecto,
quizá el más grave: afectan a animales de granja que comemos a
diario.
Por supuesto se han tomado ya las medidas urgentes necesarias
para paliar los efectos de esta nueva plaga, aunque sea a base de
sacrificar miles de animales. Todas las precauciones son pocas,
aunque a estas alturas parecen poco creíbles las explicaciones
oficiales. Más parece que en el mundo de la ganadería industrial
las cosas se están torciendo demasiado. O tal vez sólo se deba a
una especia de psicosis informativa que nos hace fijarnos de manera
más detallada en temas que en otros tiempos sólo ocupaban unas
líneas.
Lo cierto es que la seguridad alimentaria está en boca de todos
y casi nadie confía cien por cien en nada. Prácticamente todo lo
que ingerimos ha sido procesado, envasado, tratado y
desnaturalizado, de forma que en este largo camino del campo a la
mesa intervienen tantas manos que cualquiera de ellas puede
fallar.
La alternativa está en boga desde hace años en otros países más
avanzados, es la agricultura ecológica, pero a nosotros aún nos
resulta cara y esquiva. Quizá haya que volver a los orígenes para
reencontrarnos con el placer de comer sin riesgos.
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