La historia ha acabado feliz para los sesenta inmigrantes
encerrados en la iglesia de Santa Cruz. Al final, casi la totalidad
verá sus reclamaciones satisfechas, por lo que ayer no pudieron
reprimir su alegría y mantearon a la persona que les ha asesorado,
defendido y representado ante las instituciones, la responsable de
CITE, Carmen Duarte.
La imagen demuestra mucho; atrás habrán quedado veinte días de
preocupación e incomodidades, aunque también de demostración de
solidaridad por una gran parte, la mayor parte, de la sociedad
ibicenca. En realidad, la regularización, aparte de la victoria
moral, no altera para nada la situación en aquello que no sea lo
que se refiere estrictamente a los papeles, lo que supone un
alivio. Los encerrados, y los que en cierto modo estaban
representados por éstos, desempeñan hoy por hoy trabajos
necesarios, aunque lo hicieran sin los preceptivos permisos ni las
necesarias garantías; por eso, su nuevo status no tiene por qué
generar más problemas que los que soluciona. En realidad, de
haberse aplicado con rigurosidad la Ley de Extranjería, su salida
forzosa del país hubiera provocado automáticamente una carencia de
mano de obra que la economía ibicenca no se puede permitir, una
mano de obra, además, no tan fácil de cubrir como se piensa. Todo
eso cambia ahora radicalmente y para bien, aunque queda, como
siempre, plantearse qué sucederá en el futuro. ¿Qué pasará si, de
pronto, otro numeroso grupo de extranjeros reclama ser aceptado?
¿Tendrán las mismas oportunidades? ¿Y el siguiente? ¿Hasta dónde se
puede llegar?.
El tema de la inmigración, en el plano teórico, es uno de los
grandes problemas de las sociedades modernas. Por eso,
previsiblemente, continuarán los conflictos, cuya resolución, en
cualquier caso, debe responder al sentido común y a la humanidad.
Exactamente, como ha sucedido esta vez.
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