Los resultados de las elecciones vascas del 13 de mayo han motivado, como era de esperar, multitud de análisis diversos e interpretaciones diferentes según les fuera a unos u otros en el envite. Hasta aquí todo es lícito y hasta razonable. Pero las declaraciones del presidente del Gobierno, José María Aznar, al afirmar que el resultado de los comicios es consecuencia de la falta de madurez de la sociedad vasca para el cambio político son de una cortedad de miras alarmante. Es más, están fuera del tono normal que debe adoptar un demócrata. La responsabilidad de un fracaso electoral jamás puede atribuirse a la inmadurez del pueblo soberano, sino a la ineficacia, ineptitud o poco calado de las propuestas de los políticos que concurren a las urnas. Y eso precisamente es lo que debiera plantearse Aznar, si sus propuestas eran válidas para el marco actual de Euskadi o si, por contra, más que propuestas lo que planteó fue un feroz acoso y derribo al nacionalismo del PNV en una inexplicable cruzada, culpable en gran medida de la brecha que situó a los demócratas centralistas y a los demócratas nacionalistas vascos a una distancia no deseable en momentos absolutamente críticos y difíciles a causa del embate terrorista. Un presidente del Gobierno no puede efectuar afirmaciones a la ligera y no puede ni debe ocultar los errores debidos en parte a su responsabilidad queriendo cargar las tintas sobre una sociedad que se ha pronunciado de forma clara a través de las urnas. Aznar debe tener presente que Euskadi reclama diálogo, no que volvamos a las andadas y que se continúen levantando absurdas barreras. Seguir insistiendo en afirmaciones como éstas es de una irresponsabilidad absoluta que bajo ningún concepto puede permitirse un político, pero mucho menos aún el máximo responsable de la política del Estado.