El Gobierno no consiguió los suficientes apoyos para aprobar las
modificaciones pretendidas en la Ley de Extranjería, que ha quedado
redactada en los términos en que salió del Congreso en primera
instancia con el consenso de las fuerzas políticas. Y además, el
Ejecutivo de Aznar se lleva el reproche de sus socios de
Convergència i Unió, que le responsabilizan del fracaso, porque es
evidente que aunque intente maquillarse se trata de un fracaso
parlamentario.
El temor del Gobierno, si hemos de tener en cuenta las palabras
del ministro de Asuntos Exteriores, Abel Matutes, es que el texto
aprobado pueda servir para que las mafias de inmigrantes ilegales
lo tengan mucho más fácil.
Pero lo que subyace en el fondo es el problema de quienes buscan
más allá de sus fronteras un lugar en el que la vida resulte algo
más fácil y el de los países receptores, siempre reacios a asumir
la entrada de extranjeros con todo cuanto ello supone.
Si bien es cierto que hay que regular la inmigración, por
razones humanitarias y de solidaridad, debe hacerse con la
suficiente amplitud de miras, pero siempre teniendo en cuenta la
capacidad real de asunción de extranjeros del país. Es evidente que
se trata de un difícil equilibrio y que la mejor de las soluciones
es la que puede salir de un acuerdo de todas las fuerzas políticas,
aunque Matutes ya señaló ayer que si el nuevo Gobierno que salga de
las urnas en la próxima primavera tiene el mismo color, el texto de
esta ley será nuevamente modificado.
Y lo que es realmente importante, si se produce este hecho, es
que los derechos elementales de los inmigrantes sean tenidos en
cuenta, tanto en lo que se refiere a sanidad como a educación y a
otros aspectos igualmente básicos.
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