A unque a veces estos gestos efectistas suelen ser más bien
fuegos artificiales con que los gobernantes disfrazan sus medidas
más duras, hay que reconocer que las últimas decisiones del nuevo
rey de Marruecos dan pie a albergar cierta esperanza en que ese
país, rico y hermoso, consiga de una vez la paz, la democracia y la
modernización que se merece.
El más reciente gesto de Mohamed VI de destituir de su cargo de
ministro del Interior a la mano derecha de su padre, Hasán II, tras
permanecer dirigiendo las represalias y las represiones del país
durante veinticinco años, debe ser acogido con aplausos y con
alivio.
Quizá ahora los ciudadanos del país vecino miren a su monarca
con otros ojos y vean en él a la persona decidida y valiente
llamada a cambiar para siempre las condiciones de vida de una
población analfabeta, empobrecida y destinada la mayoría de las
veces a la emigración, aunque sea en pateras, jugándose la vida,
hacia una Europa que contemplan como un sueño.
Marruecos lleva décadas de retraso a causa de una política
siniestra llevada a cabo por Hasán II durante su largo reinado. Tal
vez ahora el país esté preparado para la democracia y el nuevo rey
tome la dirección adecuada para insertar su nación en un sistema
moderno, aunque amante de las tradiciones, a la altura de sus
vecinos del norte.
Porque no cabe duda de que España y Francia, principales amigos
y aliados "aunque con reservas, con cierta desconfianza" del país
magrebí esperan de sus dirigentes un cambio de rumbo que logre
convertir a Marruecos en un país en el que sus habitantes decidan
quedarse para vivir bien, en vez de lanzarse en masa hacia el
continente europeo para no encontrar sino desprecio, pobreza, la
repatriación forzosa o incluso la muerte.
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