El caso de los pollos envenenados por ingestión de dioxina,
ocurrido en Bélgica, ha supuesto otra nueva alarma, como la de
tantos otros casos anteriores "carne procedente de animales también
alimentados con sustancias dañinas, crustáceos conservados en la
cadena del frío gracias a productos químicos tóxicos, las
celebérrimas vacas locas británicas, etcétera" pero, a la vez que
se amenazaba la salud de belgas y otros ciudadanos europeos, se
mostraba la buena salud política: dos ministros, los de Agricultura
y Sanidad, dimitieron de inmediato asumiendo sus responsabilidades
políticas.
Mientras, el nuevo ministro belga de Sanidad, Luc Van den
Bossche, ha comenzado una vasta operación de investigación y
adopción de medidas de protección que ha alcanzado, también, al
porcino belga por la evidencia de un peligro latente en su
consumo.
Por lo que se refiere a España, las autoridades se han
apresurado a tranquilizar a los consumidores asegurando que el
pollo español que se consume es de primera calidad y sin que
entrañe peligro alguno, añadiéndose que no se importa pollo belga,
salvo una pequeña partida que ha sido localizada, aunque se informa
que ni los animales ni los huevos eran para consumo humano.
Eso ya resulta menos claro porque, si no es para consumo humano
es para alimentar otros animales, lo que supone que, directa o
indirectamente, puede resultar perjudicial. Además de defender su
sector, los responsables deberían contribuir a asegurar que,
efectivamente, los consumidores españoles están a salvo de
cualquier peligro real, tanto por lo que afecta a los pollos como a
otros animales procedentes de Bélgica o de donde puedan estar
contaminados. No es suficiente con el espíritu corporativo para
tranquilizarnos.
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