Los ataques aéreos desatados por la OTAN contra la Serbia de
Milosevic son de una gran precisión, pero están sometidos a los
avatares de eventuales fallos, errores o impericias de quienes,
desde el aire, pese a los sofisticados sistemas de lanzamiento de
proyectiles, no pueden precisar su puntería dadas las
características de los ataques.
Estamos ante la contradicción de una guerra en la que se teme la
muerte de algún militar y no se hila tan delgado por lo que
respecta a los civiles. Los dos cadáveres de militares
norteamericanos expedidos a los Estados Unidos son el resultado de
un accidente fuera de combate. Así que, devueltos los tres
prisioneros a Norteamérica, la hoja de bajas sigue en blanco.
De bajas militares, porque las civiles aumentan a diario. Y ¿por
qué esta distinción? La respuesta es cruel: mientras mueran serbios
o kosovares, los ciudadanos de los países implicados en la guerra
darán su apoyo. En caso de que fueran norteamericanos, ingleses,
franceses o alemanes, Clinton, Blair, Schroeder o Chirac tendrían
serios problemas para seguir manteniendo los ataques y, por
supuesto, para iniciar un ataque terrestre.
Pero, ahora, han muerto unos chinos. Y, además, en su propia
embajada en Belgrado. Y China es una potencia con derecho a veto en
el Consejo de Seguridad de la ONU. Las manifestaciones no se han
hecho esperar. Con la policía mirando hacia otro lado, los
manifestantes han apedreado la embajada de los EE UU en Pekín, han
quemado banderas y han hecho lo ya habitual en estos casos.
China no es un enemigo a despreciar, sino a tener en cuenta o
temer. China es el tigre dormido y un simple arañazo puede
despertarlo. Por ello, la OTAN ha tomado ya precauciones militares
y ha iniciado gestiones diplomáticas. Conviene no andarse con
bromas con China.
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