El grupo yihadista Estado Islámico, que aterrorizó Europa hace una década y después fue casi aniquilado en Raqa, su capital en Siria, ha reaparecido con consecuencia sangrientas en Moscú. El viernes por la noche mató a al menos 133 personas en un salvaje ataque perpetrado por un comando armado, que después incendió la sala de conciertos del Crocus City Hall. Se trata, sin duda, de un golpe muy duro al recién elegido presidente Vladímir Putin, en un momento importante para él a nivel de popularidad, sobre todo por sus últimas victorias en Ucrania. No hay que olvidar que los rusos apoyaron masivamente a Putin, a finales de los años 90, por su contundencia en la lucha contra los terroristas chechenos, que habían cometido una serie de salvajes atentados en territorio ruso tras las dos guerras en Grozny. Así pues, el Estado Islámico, con el golpe del viernes, se reafirma como grupo mayoritario yihadista y desafía el poder del Kremlin, que se alió con el presidente sirio Al Asad para contener a los islamistas.

Occidente ya avisó.
Lo cierto es que días atrás los servicios de Inteligencia de Estados Unidos y de Gran Bretaña ya alertaron de que células terroristas del Estado Islámico en Iraq y Siria (ISIS) pretendían atentar en territorio ruso. No está claro si las autoridades de aquel país tomaron en serio las amenazas, pero lo cierto es que los servicios de información occidentales estaban bien informados de lo que se estaba tramando.

Consecuencia.
En un momento crítico para la estabilidad internacional (con la guerra de Ucrania en su segundo año, la invasión de Gaza, la tensión entre China y Taiwán y las amenazas de Corea del Norte de invadir a su vecino del Sur), el ataque a la sala de conciertos de Moscú supondrá una respuesta enérgica y sangrienta de Putin, al que nunca le ha temblado el pulso a la hora de responder en el campo de batalla. El panorama, pues, se complica más que nunca.