Los cambios que pretende introducir el Govern en la Ley de Función Pública, en especial por lo que hace referencia a los sistemas de evaluación laboral, dan la impresión que poco aportan sobre el fondo de la cuestión, que no es otro que el de dotar de mayor eficacia a la Administración. El problema actual de la ineficiencia no es atribuible en exclusiva a los trabajadores públicos, que con seguridad ya deben cumplir con unas normas que no siempre se exigen. No se trata de aumentar la burocracia, y menos implantar castigos de dudosa legalidad, como es el ‘destierro’ de los funcionarios más indolentes. Además, la oposición sindical hace presagiar un mal futuro a la nueva normativa.

Nuevos criterios, más exigencia.
Llegar a funcionario es una meta para muchos jóvenes. La estabilidad laboral y las prestaciones sociales que ofrece trabajar para la Administración son un atractivo. Sin embargo, las nóminas públicas no admiten comparación con la mayoría de los países europeos de nuestro entorno. La percepción ciudadana es que el papeleo frena la imprescindible agilidad que exigen los tiempos actuales. Las dimensiones paquidérmicas de determinados departamentos se agravan con comportamientos inaceptables, casi siempre individuales, y que la propia maquinaria es incapaz de detectar y corregir. Debe acabarse con esa imagen de falta de control sobre el rendimiento de los funcionarios, con evaluaciones y exigiendo una actuación responsable. Las sanciones deben ser la última opción.

Personal y medios.
Puede entenderse que la modificación de la Ley de Función Pública ponga especial énfasis en todo lo relacionado con las condiciones laborales, pero en aras a la imprescindible mejora también cabe reclamar un compromiso del Govern para mejorar los medios que pone a disposición de sus trabajadores, habida cuenta de las reiteradas denuncias de material obsoleto, averiado o inadecuado.