El debate televisivo entre los dos candidatos que, casi con toda probabilidad, presidirá el Gobierno tras las elecciones del próximo domingo, Mariano Rajoy, del Partido Popular, y Pedro Sánchez, del PSOE, acabó marcado por el cruce de acusaciones e insultos a cuenta de la corrupción. Lejos de una confrontación dialéctica sobre los grandes temas que preocupan a los ciudadanos, los dos políticos se limitaron a repetir los argumentos ya conocidos e incluso orillaron aspectos tan trascendentes como la reforma constitucional o el proceso soberanista en Catalunya. A los espectadores se les transmitió una imagen de una ataque desaforado por parte del socialista y una defensa improvisada del conservador, una dinámica que acabó en el manido ‘y tú más’ que a nada conduce.

Última oportunidad. A seis días de las elecciones y con un fenomenal despliegue mediático, Rajoy y Sánchez afrontaron las dos horas de espacio televisivo que se les brindaba como una última oportunidad para arañar votos de la bolsa de los indecisos, fidelizar los simpatizantes y contentar a la militancia. PP y PSOE se jugaban mucho en la noche del lunes, pero sus respectivos líderes desaprovecharon la ocasión para transmitir confianza; el bipartidismo español languidece por ausencia de liderazgo. Rajoy se mostró inseguro, responsabilizando a un ausente Rodríguez Zapatero de todos los males del país que él ha resuelto. Sánchez, por su parte, sólo abandonó el terreno de las vaguedades cuando lanzó sus invectivas a costa de Bárcenas que inexplicablemente sorprendieron a su oponente.

Sin altura. El debate que debía ser decisivo para el 20-D dejó un mal sabor de boca. Agrio, tenso, bronco. Todos los ingredientes que no precisa España para afrontar el futuro. El enfrentamiento, aunque pueda parecer paradójico, acabó beneficiando a quienes pretendía laminar, las formaciones emergentes –C’s y Podemos– que se presentan como alternativas a un modelo caduco.