Es una cuestión relativamente pacífica, que, hoy por hoy, coexisten en España dos regímenes de financiación de las Comunidades Autónomas (CCAA) claramente diferenciados: por un lado, el denominado régimen especial que se aplica exclusivamente en el País Vasco y Navarra y, por otro, el régimen general que siguen las restantes CCAA, incluida nuestra comunidad.
El primero de los regímenes -el especial- encuentra su fundamento en la Disposición Adicional Primera de la Constitución en virtud de la cual nuestra Carta Magna ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales. De manera sucinta y resumida, la especialidad del poder financiero de estas CCAA consiste en que se les reconoce pleno poder tributario en sus respectivos territorios, de tal forma que llevan a cabo la regulación, exacción, gestión, liquidación, recaudación e inspección de la mayoría de los tributos. En contrapartida, parte de lo recaudado por la aplicación de dichos tributos es transferido al Estado en concepto de «cupo» a los efectos de compensar los gastos estatales en territorio foral.
Por el contrario, el régimen general de financiación autonómica se articula principalmente en torno a la cesión, total o parcial, de lo recaudado por los tributos del Estado en el territorio de cada comunidad junto con un esquema de competencias normativas a favor de las CCAA. Dicho en otros términos, pese a la cesión normativa y recaudatoria, la «llave de la caja» permanece en poder de la Administración del Estado, quien transfiere, en su caso, una parte de la recaudación a las CCAA.
A tenor de lo anterior, no faltan autores que sostienen que el actual sistema de financiación autonómica propicia cierta inseguridad jurídica por la existencia de 17 sistemas fiscales diferentes, pone en riesgo la igualdad entre los ciudadanos y contraviene las aspiraciones de armonización fiscal de la UE.
Con todo, y pese a las posibles disfunciones del actual sistema, se antoja difícil que la solución pase por convertir el régimen especial en la regla general. No tanto por la dificultad técnica que ello conllevaría – posiblemente una reforma constitucional o, como mínimo, de la Ley Orgánica de Financiación de las CCAA- sino, sobre todo, desde la perspectiva económica, por el lesivo impacto que se produciría en las cuentas del Estado.
En suma, la complejidad del asunto de marras es de tal calado que parece razonable que se aborde, en su caso, con un amplio consenso entre todos los operadores involucrados, a escala global y con una visión a largo plazo. Porque, como escribió en su día John Stuart Mill, «ningún problema económico tiene una solución puramente económica».