Parece que autoridades y las patronales del sector están de acuerdo en la necesidad de que el turismo sea sostenible. Claro que lo difícil viene después, a la hora de definir qué significa eso exactamente. En general entienden que no debe afectar negativamente al medio ambiente, es decir que hay que evitar que lleguemos a un punto en el que las consecuencias negativas sean superiores a las positivas, tanto en términos económicos como sociales o ambientales.
Lo que ninguno se decide a decir es qué decisiones habrá que tomar cuando lo anterior ocurra -bueno, en algunos casos, ya está ocurriendo-. Los que se atrevieran a señalar la necesidad de poner límites al turismo serían inmediatamente acusados de turismofobia, cuando probablemente sean los mayores defensores de esta actividad si nos atenemos al dicho bien conocido de que lo que más disgusta a los turistas es el exceso de turismo.
Porque una cosa es predicar y otra dar trigo, por lo que es difícil encontrar demasiados ejemplos de actuaciones administrativas que vayan en ese camino, algunas moratorias hoteleras, regulaciones normativas sobre pisos turísticos y poco más.
La Administración central se ve limitada por su falta de competencias, pero guarda en la recámara, al igual que los gobiernos autonómicos, el armamento fiscal que es el que la Comisión de los Mercados y la Competencia recomienda que se use en vez de, o complementando, el regulatorio. Pero cada vez que lo intentan, como por ejemplo en Balears, las tortas caen del cielo a millares. Y los tribunales están al acecho para controlar cualquier extralimitación. Parece, pues, que mucha palabra y poca obra.
Veamos el ejemplo de los cruceros que benefician principalmente a los puertos que los reciben, que en el caso español son propiedad del Estado aunque el presidente de la Autoridad Portuaria es nombrado por la comunidad autónoma correspondiente. Todavía no he escuchado a ningún responsable decir que habrá que estudiar a fondo los diversos aspectos de esa actividad para determinar si puede o debe seguir creciendo indefinidamente. Mientras que mi mano derecha dice que queremos un turismo sostenible, mi mano izquierda cree que es preferible tener buenos ingresos.
En Venecia ya van por seiscientos visitantes anuales por habitante local y el ayuntamiento lleva años haciendo planes para controlar el asunto, pero parece que no se atreven a tomar ninguna medida que conlleve limitación.
Quizás se acuerden de aquella comisión creada en Milán en los años cincuenta para determinar cómo serían sustituidos los anticuados tranvías. Mientras la comisión llevaba décadas haciendo su trabajo los tranvías se volvieron a poner de moda precisamente por motivos ecológicos por lo que se decidió que a fin de cuentas lo mejor que se podía hacer era no hacer nada.
Aquí puede pasar algo similar si los movimientos verdes en Europa y Estados Unidos consiguen que sus demandas se conviertan en hechos y grandes segmentos jóvenes de las poblaciones dejan de usar los medios de transporte más contaminantes. Sin hacer nada habrán puesto límites al exceso de turismo en ciertos lugares.
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