El pasado mes de septiembre tuvieron lugar las Jornadas sobre Historia Económica del Turismo, bajo el título “La Mediterrània: molt més que sol i platja (1900 a 2010)”. Sin duda, una gran ocasión para debatir sobre diferentes modelos turísticos y profundizar en la perspectiva global de la actividad turística desde la óptica de cada uno de los ponentes –procedentes de diferentes universidades españolas y extranjeras pero también, y necesariamente, del propio tejido empresarial insular-, bajo el prisma de su ámbito de investigación y/o actuación. En este sentido, a medida que las Jornadas avanzaron y el caso menorquín comenzó a ser el foco de atención, una pregunta comenzó a formularse con ímpetu entre los investigadores asistentes: ¿Qué razones justifican el retraso en la entrada de la actividad turística en Menorca, en comparación con el resto de las islas? Precisamente, este fue el objeto de mi comunicación “Evolución histórica del turismo de masas en la isla de Menorca (1960-2010)”, cuyas trazas principales intentaré sintetizar a continuación.
Efectivamente, la industria turística inició su particular cabalgadura menorquina con una década de retraso en comparación con Mallorca y Eivissa. Su causa medular: el particular equilibrio intersectorial -divergente del resto del archipiélago balear, de España e, incluso, del resto de las islas del Mediterráneo- propio de la economía isleña durante décadas, teorizada en 1977 por Farré, Marimon i Surís, y cuyo estudio ha motivado el análisis minucioso de los sectores económicos isleños desde la década de los sesenta hasta la actualidad en mi tesis doctoral “Revisitant la via menorquina: crisi i permanència d'un model de creixement, 1980-2010”. La baza principal del origen de este singular modelo de crecimiento: un potente secundario y un agro fuertemente orientado versus el sector lácteo y quesero, que desincentivaban las actividades turísticas. En consecuencia, la industria turística se desarrolló de forma singular, con diferencias importantes en relación a tiempo y forma, tanto respecto al resto del archipiélago como de España.
Otros elementos, no menos cruciales, justifican el retraso en la entrada de la actividad turística en la isla. De este modo, la carencia de determinadas infraestructuras -como un aeropuerto adaptado para atender la concurrencia masiva de pasajeros– y el requerimiento de grandes inversiones por parte del negocio turístico desempeñaron un rol fundamental. No es, por consiguiente, casualidad que los nuevos capitales entraran en Menorca cuando otras zonas turísticas ya estaban saturadas y comenzaban a degradarse.
No obstante, la crisis industrial, de finales de los 70 y de la década de los 80, y el crecimiento acelerado, a partir de 1983, de la actividad turística y de la construcción difuminaron el equilibrio intersectorial anterior, de tal forma que el turismo se ha convertido en uno de los pilares básicos de la economía menorquina, no solo por su impacto directo sino, también, por la influencia que ejerce sobre el resto de sectores económicos insulares, que coexisten en circunstancias más o menos dificultosas en un entorno terciarizador.
La notable mayor preservación del capital natural de Menorca es, además, un claro indicador de la divergente evolución del modelo económico menorquín. Un desarrollo que presenta tres períodos diferenciados. En primera instancia, por los tímidos inicios de la industria turística durante los años sesenta; en segundo lugar, por la importante crisis económica de 1973, que ralentizó la actividad urbanizadora; y, finalmente, por la declaración de Menorca como Reserva de la Biosfera en 1993 con el inicio de nuevas formas de alojamiento como agroturismos y hoteles rurales.
En especial, los datos analizados revelan cómo a partir de la década de los ochenta el turismo de masas se instaura en la isla. El avance de los servicios se agudiza entre 1975 y 1985, de forma que esta se consolida como la década más determinante en el cambio del modelo de crecimiento menorquín: el desarrollo turístico promueve el énfasis de la fuerza laboral en el sector servicios, con un 70% de la población ocupada en el 2010, cifras que se aproximan a las conocidas por Mallorca y Eivissa en épocas más precoces.
Sin embargo, un factor particulariza, aún más, el caso menorquín: el retraso turístico y su arraigo manufacturero han comportado una preocupación, en sectores sociales clave, más elevada por la conservación de un entorno que es considerado esencial como reclamo para los visitantes, que se ha manifestado en una mayor concienciación del valor –en contraste con las otras islas– de la conservación del capital natural.
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