JULIO HERRANZ

Hasta el próximo 31 de marzo la galería Àmbit de Barcelona presenta una exposición con la última obra del escultor Franco Monti (Milán, 1931- Eivissa, 2008), que coincide con el primer aniversario de su muerte en la isla, donde el reconocido escultor italiano residía desde los años 80. Obras realizadas en su estudio ibicenco, su refugio favorito, que encontró tras recorrer varios países africanos, Perú, México y Nueva Guinea. «Trabajar en su casa-estudio era una de las cosas que más apasionaban a Franco Montí. De allí salieron todas sus esculturas, impregnadas de fuerza, corporalidad y de unas formas que no olvidan su pasado africano», según apunta la nota informativa de Àmbit.

Una influencia africana que no es tanto por la forma, sino por la manera de concebirla. El escultor africano pasaba largas horas meditando y reflexionado sobre la escultura y después la realizaba en poco tiempo. «Era la materialización de su sueño». De igual forma, Monti pensaba en la estructura de sus obras mucho tiempo antes de hacerlas, las soñaba y las racionalizaba. Un periodo de reflexión que era fundamental para él: «Es el momento que más me gusta recordar, cuando sientes vibraciones, el aire que deja paso a la forma que se expande en tu pensamiento».

Influencia africana

Franco Monti, que destacó en su faceta de importante coleccionista, comenzó a interesarse por el arte visitando exposiciones de Rouault o Picasso, pero pronto se dio cuenta de que lo que le interesaba realmente era la escultura, pero no la griega clásica, sino la egipcia, la sumeria y el arte africano de intenso y arcano contenido. Así, quedó tan fascinado por la escultura africana, que definía como «un arte en el que conviven abstracción y naturalismo», que decidió aventurarse durante 30 años en el continente negro.

En los años 50 Monti comenzó a moldear y a esculpir en piedra figuras antropomórficas con tendencias abstractas; lanzándose más tarde al ensayo con nuevos materiales como la madera, el hierro o el cartón piedra. Sin embargo, fue al retirarse en Eivissa a principio de los 80 cuando se reencontró con la escultura, en una etapa productiva en la que el clima, la luz, el silencio y el mar le transmitían una atmósfera bien propicia para su trabajo.

Sobre su proceso creativo, Franco Monti opinaba que «la forma de una escultura nace en el silencio del sueño y se ensancha en aquel espacio mágico que no tiene límites precisos, tan sólo la oscura cáscara de la noche. Luego el sueño se hace realidad, adquiere un cuerpo concreto y racional, con medidas precisas, peso y volumen. El color se funde con la materia (el hormigón) y llega a ser parte integrante de la obra, resaltando o atenuando soluciones expresivas».

Un proceso que parece «desarrollarse en el silencio, en una situación atemporal, a pesar del ruido ensordecedor de la máquina para cortar y lijar o del martillo y cincel. El polvo finísimo que envuelve los gestos del trabajo hacen de filtro protector, aisla del mundo exterior. Una vez acabada, la obra estará sola, autónoma. Tendría que dejar una huella, marcar un momento, por corto que sea, más concreto del deseo innato de cada humano de no ser enterrado en el olvido». Como no lo ha sido el entrañable artista, en cuya obra su espíritu sigue tan vivo como cuando fue creada.