Rafael Azcona, Fernando-Guillermo de Castro, Josefina e Ignacio Aldecoa, en Eivissa (1960).

El Café Gijón de Madrid acogerá a las 20,00 horas del próximo día 26 la presentación, por parte de Josefina Aldecoa y Marià Torres, de la segunda edición (revisada y ampliada) de «La isla perdida. Memoria de una época de Ibiza», de Fernando-Guillermo de Castro. Nuevas e interesantes fotografías (la mayoría de Josep Maria Subirà) enriquecen la obra del escritor y periodista madrileño, que descubrió la isla en 1956, y en la que hace la crónica de una época en la que la cultura autóctona tradicional convivía (mayormente guardando las distancias) con relevantes y dispares artistas europeos y españoles.

Unos años en los que por las calles de Dalt Vila, de la Marina o por Vara de Rey eran viandantes cotidianos Isidor Macabich, Marià Villangómez, los pintores Tur de Montis o Marí Ribas Portmany. Cuando el Grupo Ibiza 59 desplegaba su propuesta artística de vanguardia, y cuando la isla era frecuentada por escritores como Tristan Tzara (padre del dadaísmo), Jorge Guillén, Rafael Azcona, Camilo José Cela o Ignacio Aldecoa y Josefina, su esposa.

Precisamente, la viuda del malogrado escritor es la autora del prólogo a esta nueva edición del texto memorialístico: «En el verano de 1958 llegamos a la isla por primera vez Ignacio y yo con nuestra hija Susana, atraídos por las descripciones y los relatos fascinantes de Fernando-Guillermo de Castro y Rafael Azcona (...) «Ibiza significo para nosotros el descubrimiento del Mediterráneo soñado. El Mediterráneo de las novelas y las películas. Un paraíso imaginado que nunca habíamos sospechado tan cercano».

«La isla era el resumen de todo lo que se nos negaba en el Madrid de aquella época. Un clima moral relajado. Un ambiente social cosmopolita de verdad. Extranjeros que vivían un exilio voluntario en las calas azules de la isla, ajena todavía a la agresión turística multitudinaria».

«Ibiza era la alegría física de vivir. Días de mar y sol, de barcos de amigos para navegaciones cortas a calas bellísimas. Noches de copas y navegaciones largas por las mareas exaltadas de la imaginación, con personajes irepetibles y amigos inolvidables. Todos nos sentíamos declassés y far out. Y libres. Nunca como en la isla he sentido el significado de la libertad personal, lejos de la tristeza y la mediocridad del Madrid deprimente de la posguerra. Éramos alegres porque éramos jóvenes y habíamos descubierto el atractivo esplendoroso de una isla que destabaca radiante en medio del Mar Mediterráneo».