Van Morrison se entregó por completo a sus espectadores. Foto: JOANA PÉREZ

Van Morrison no deja de rugir. Su ya vasta carrera musical le ha permitido configurar un universo personal que parece no perder nada de su fuerza a pesar del paso de los años. El león de Belfast demostró el pasado sábado por la noche en la plaza de toros de Palma que ni la fuerza de sus cuerdas vocales ni la contundencia de sus acompañantes han sufrido los estragos del tiempo.

Con una puntualidad digna de elogio, Morrison se asomó de nuevo ante el público palmesano, aunque cambiando el tradicional Auditòrium por un escenario al aire libre. Una multitud de incondicionales (y algún que otro nuevo converso) esperaban impacientes en la arena (donde se situaron sillas) y en la grada para recibir al músico irlandés, de nuevo impecablemente vestido con americana y tocado con su tradicional sombrero y gafas de sol.

Morrison se mostró tan poco comunicativo con el público como es su costumbre, pero no era el momento de plantearse etiquetas de este tipo. El cantante conoce cuál es su poder y sus cuerdas vocales son necesarias para desgarrar el aire, para degustar cada frase con un dominio de sus facultades propio del gran músico que es. Aunque tal vez habría que incluir un pequeño inciso en estas apreciaciones. En un instante especialmente melódico del concierto surgió un alarido de la grada, contestado inmediatamente por el público para que se silenciara. Morrison, sin cambiar su rictus facial intercaló sin esfuerzo la frase «controlad a la bestia» en pleno «Moondance», que arrancó una nueva ovación. ¿Juego de luces escueto? No importa. ¿Ni una frase hacia el respetable? Y qué. Van Morrison se mostró en estado puro, ofreciendo un amplio catálogo de su propia carrera, centrándose incluso en el ya lejano «Astral Weecks», tal vez uno de sus mejores trabajos, y llegando a su última obra, «Down the Road», en el que continúa explotando su particular gusto por el blues y el country. Además, fue un concierto sin descanso. Una hora y media casi exacta en la que los músicos apenas debieron dejar unos tres minutos sus instrumentos en silencio. Tras acabar cada tema, Morrison indicaba rápidamente cuál sería la siguiente canción y, escasos segundos después, la fiesta volvía a estar en marcha.