Querido papá, no sabes cuánto me gustaría olerte, tomarme un vino contigo, reírme de tus chistes, aunque los haya escuchado mil veces, y sentirme protegida entre tus brazos. Porque aunque vivamos lejos desde hace más de veinte años, es ahora, cuando no puedo aunque quiera estar a tu lado, celebrar este día y cuidarte como mereces. Ahora, que es cuando me siento más pequeña y más sola que nunca.
Gracias, Mirian, porque tener una hermana como tú hoy es más regalo que nunca. Saber que estas cerca de ellos, que podrás hacerles la compra, bajar a la farmacia o asegurarte de que esta enfermedad no les roza, es algo que no tendré vidas para agradecerte.
Gracias, Mario, por organizar cada noche esas telellamadas a cuatro en las que os veo increíblemente guapos, así en pijama y sin peinar, y donde mis sobrinos son la muestra inequívoca de que hay un futuro y de que todo esto pasará para que celebremos muy pronto la vida juntos. Gracias, mamá, por tener la nevera, el congelador, el arcón y la despensa llenos de comida, esperando siempre que se te llene la casa de visitas para engordar sonrisas y almas, porque eso me da la tranquilidad de que no os falta de nada.
Lo siento mucho, pero esta bitácora no solo nace para acompañarles a ustedes, sino también para ayudarme a mí, personalmente, a soltar todas las palabras que se me amontonan en los dedos y que si fluyen así, lentas o alborotadas, pesan y duelen menos. Ya sabemos que este confinamiento no durará 15 días como nos habían dicho y que el 3 de abril, ese rayo de sol en la esperanza que nos habían pintado en la ventana, además de ser el cumpleaños de mi madre, seguiremos aquí: yo escribiéndoles y ustedes, si quieren, leyendo estas páginas.
Hasta entonces tendremos que celebrar, ahora más que nunca, el Día del Padre de lunes a domingo, porque son muchas las personas que están perdiendo a los suyos en esta vorágine incierta que se cuela en la salud de los hombres de nuestras vidas. Son precisamente ellos quienes están hoy en peligro. Ellos, que nos lo han dado todo, los que hicieron que la crisis de 2008 fuese menos crisis, cuando perder nuestros trabajos nos pareció lo peor que podía pasarnos, arropándonos emocional y económicamente.
Son ellos los que nos han dado en vida la mejor herencia del mundo: unos valores y un amor incondicional. Y son ellos los que pasan a engrosar el número de decesos en sus casas o, peor aún, en residencias donde la tristeza mata. Por eso te pido perdón otra vez, papá, por ser tan pesada, por darte instrucciones de lo que puedes hacer y de lo que no, como si fueses un niño, a pesar de que me superas en inteligencia y en madurez. Perdón por haberte agotado hasta la extenuación cuando era una niña, por haberte respondido como no tocaba en la adolescencia y por haberme marchado tan lejos. Lo siento mucho si alguna vez has sentido mi ausencia de forma tan lacerante como yo ahora mismo siento la tuya y lamento haberte roto el corazón varias veces.
Estos días no puedo evitar recordar los abrazos que nos hemos dados en los momentos rotos, al perder a los nuestros, cómo me pedías que no llorase, porque soy yo, tu niña, la pequeña, quien siempre ha conseguido desmontar tu fachada de gigante. Tampoco olvido los otros abrazos, los redondos y largos, esos a los que damos vida en cada vuelta a casa, con una sonrisa gigante coronándote la cara, y que espero repetir dentro de muy poco.
Lo siento, papá, por hacerte hoy protagonista de esta bitácora, pero ya sabes que, como decía Alejandro Sanz, escribir «no es que sea mi trabajo, es que es mi idioma», y yo hoy necesitaba decirte lo mucho que te quiero. ¡Cuídate! Cuidaos todos muchísimo, porque nosotras, vuestras hijas, necesitamos seguir sintiendo el calor de vuestros abrazos.
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