El arte casual podría definirse como algo no pensado que únicamente adquiere fundamento existencial en el momento de ser descubierto. Ese conjunto de neumáticos amontonados sin orden aparente, pero que por semejanza reflejan una intención, una estética, cierta unidad gracias a su monocromía; la fila de carros maleteros en un aeropuerto, arrastrados por una máquina tractora, que hábilmente busca camino, casi serpentín, entre los propios elementos aeroportuarios y los pasajeros; las balas de heno emplazadas al azar en un entorno rupestre que ya por sí solo presenta compostura, podrían ser intentos de algún ejemplo.
Hace no demasiado tiempo, el MACE albergaba la exposición "Arte casual" de Francisco Ferrer Lerín, en la sala superior, dedicada precisamente a todas estas cualidades.
Es como intentar definir al dandi que no nace, ni se hace. Aparece cuando es calificado como tal por alguien. La evidencia aritmética del sí o del no, suele depender habitualmente del punto de vista que evalúa. Amontonar sin más, no necesariamente provoca una casualidad artística, ni siquiera el razonamiento por serie o repetición garantiza una apariencia creativa repentina. Creemos descubrir una insinuación por instantes revocada inmediatamente cuando vemos la dificultad propia de un compromiso inalcanzable.
Más difícil aún se plantea la existencia casual cuando nos encontramos en lugares que son característicos por albergar formalmente, precisamente el mismo elemento que compone la composición que estos momentos nos ocupa. ¿Cómo podemos delimitar como diferentes un conjunto de elementos aparentemente ordenados sin más sentido, cuando éstos mismos se ubican dentro de un aspecto urbano conscientemente elaborado y aprobado? No nos engañemos, la verdad no es nuestra, ni de los otros. Únicamente existe. Forma parte de la organización elemental no simulada, en una estructura funcional y sumisa a las necesidades adecuadas al razonamiento humano.
El jardín de delicias estratégicamente emplazado, actúa como una especie de catalizador que pretende crear cierta duda en el momento de ser descubierto. Pretenda o no, sin duda el visitante o transeúnte, según la actividad presencial, procura según la curiosidad despertada calificar ese conjunto de farolas emplazadas en un entorno urbano característico, cómo no, por albergar habitualmente estos elementos que alumbran los momentos de ausencia solar. Las dudas aparecen cuando descubrimos que distancias, alturas y formas distan de lo habitual en la rutina urbana como espacio ordenado y funcional.
Es una creación atrevida, en el sentido que casi disuelta, puede llegar a desaparecer y ser absorbida por el propio entorno urbano. Aquí es donde interviene el artista, o intervino, según se mire, procurando despertar en el espectador, no sólo dudas en cuanto a lo que está viendo, sino buscar su conformidad incluso agrado, a medida que va avanzando en el reconocimiento de la obra, que ya destaca en los foros y subraya como sorprendente la visita nocturna. A lo que añadiría, que fuera en los momentos anteriores a la oscuridad total del entorno celeste, cuando las farolas ya proyectan su luz y contrastan con el cielo todavía luminoso por instantes, profundizando cada vez más las diferentes tonalidades marinas.
Gracias a la función de estos elementos urbanos, la obra no solo es apreciable en su punto expuesto, sino que desde la distancia y con variación angular descubriremos variaciones tantas, como puntos de vista. Cuántas veces hemos disfrutado un vuelo, apreciando estos momentos de cambios lumínicos, desde la altura, siguiendo calles, avenidas, urbanizaciones, que como patas de arácnidos o cefalópodos van acariciando la oscuridad.
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