Si cierro los ojos me imagino esa carta escrita que con una caligrafía envidiable, de esas que los jóvenes no sabemos ni imitar, en la que resume su realidad y afirma que se siente sola. No le importa lo que dirán las vecinas o sus nueras cuando la lean, ni los cotilleos en su antigua escalera. Al final cuando la pena se te enreda en la espalda como un escalofrío azul, ya nada tiene importancia.
Pilar hace un balance de una vida que le ha regalado 4 hijos, 11 nietos y dos bisnietos. Una vida en la que realmente ha sido ella quien les ha regalado todo. Un resumen que hoy se encierra en una habitación de 12 metros en una residencia, donde la convencieron de que estaría mejor atendida y más acompañada, porque cada día le toman la tensión y pesan. Leer su carta me ha conmovido hasta la médula. Circula estos días por las redes sociales como la pólvora y emociona, encoge el alma y eriza la piel para dar paso a ese tipo de lágrimas de pena que no pueden controlarse. Pilar añora su hogar, probablemente el olor de su casa, el tacto de su sofá y su colección de objetos inútiles. Al menos sus fotos familiares descansan en la repisa de una estantería neutra, junto con las pocas cosas que ha podido mantener, para no olvidarse de quién fue y de quién sigue siendo.
Pilar evoca las risas de sus nietos, esos que cuidó como a sus propios hijos, a los que fue a recoger al colegio, llevó a clases extraescolares, preparó bocatas, contó cuentos y probablemente crió y malcrió. Pilar lamenta no poder cocinar para ellos sus croquetas ni sus rulos de carne picada.
Sus manos ya no le permiten tejer punto o crochet y solo le queda un pasatiempo: hacer sudokus y ayudar en terapia ocupacional a quienes están peor que ella. Eso sí afirma que no quiere intimar demasiado con quienes “desaparecen con frecuencia”. Al final ella solo quiere seguir siendo útil, porque la sensación de tristeza infinita que destilan sus palabras muestra a una mujer noble, generosa y viva que siente que la han abandonado por vieja y por no servir.
Pilar Fernández Sánchez lanza un mensaje a todos los hijos y nietos que todavía conservan a sus padres y abuelos ágiles y lozanos, para que no se olviden de que el amor no es solo recibir, sino también dar. En su carta apela a la esperanza y anhela “que las próximas generaciones vean que la familia se forma para tener un mañana con los hijos y pagar a nuestros padres con el tiempo que nos regalaron al criarnos”.
No puedo abrazarla, consolar- la ni acompañarla. Pilar, María, Teresa o Isabel son mujeres de otras ciudades con sus propias familias que comparten destino. En mis manos, en las vuestras, está el escucharla y recordar que debemos aprender a cocinar los platos de nuestras madres para preparárselos mañana con tanto amor como ellas nos los han preparado durante años.
Estos días he tenido la grandísima suerte de tener a mis padres visitándome en Ibiza durante 15 días. Se han marchado dejándome el congelador lleno y el alma cargada. Cada día he intentado hacer algo distinto, divertido o, en otros casos, relajante, que convirtiese sus vacaciones en algo mágico. Espero haberlo logrado. Al final tenían ganas de regresar a su casa, a su hogar, a seguir cuidando de sus nietos, para continuar con su plácida rutina feliz de siempre. Si cierro los ojos puedo recrear perfectamente cada pared y cada estancia de ese piso en el que les quedan muchas batallas que contar.
Ellos serán como Pilar dentro de 15 años. Pilar, desde estas letras, te prometo que nunca tendrán que escribir una carta como la tuya. Mamá, cuando vuelvas en septiembre enséñame a hacer tus croquetas.
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