El poeta Julio Herranz se defiende del ruido del verano en la intimidad de su casa en Platja d’en Bossa.

Para el poeta y periodista Julio Herranz, andaluz de Cádiz y residente en Eivissa desde 1974, su rincón preferido le pilla bien cerquita, ya que asegura que es su propio domicilio, al principio de Platja d'en Bossa, aún en Vila; en una zona menos ruidosa que la que corresponde al municipio de Sant Josep.
Así, «reconociendo que la edad tiene bastante que ver ('nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos', que diría Neruda), para mi forma de ser y estar actual, te aseguro que mi casa es mi refugio favorito contra el agobio estival. Simplemente por autodefensa contra las agresiones varias del verano ibicenco. Es decir, soy un disidente radical del mundo de las discotecas, los hoteles disco, los beach clubs-disco, los aeropuertos-disco y la madre que los parió-disco. Eso de hacer de Eivissa una franquicia discotequera, un monocultivo insufrible, me parece una vergonzosa bajada de pantalones. Y el argumento de que es el negocio que deja más rentabilidad, y, por lo tanto, hay que someterse al ‘interés general' (tan particular de varios empresarios), me parece una falacia y una falta de imaginación. En la variedad debería estar el gusto. Por lo menos, pediría a los responsables políticos de la isla que hagan respetar la ley y las normas de convivencia. Es lo mínimo que se les puede exigir», apuntó.
Por lo tanto, «como tampoco tengo madera de mártir, cuando no puedo aguantar algo, me quito de en medio y vuelvo a mis libros, mi música (de muchos estilos y épocas) y mi soledad sonora. Nada que ver con el ‘paraíso' ibicenco que venden los que cortan el bacalao, pero al menos tengo la suerte de tener (alquilado) un discreto búnker para disfrutar de las cosas que más me apetece hacer en esta vida; y con absoluta libertad», precisó Herranz.

POEMA
‘VOYEUR': de ‘La mirada perdida', Premio ‘Rafael Alberti':
«Abierta sobre el mar, la terraza es un punto de vista tentador frente al que pasa, con sus dones, el clamor de la vida. El solitario recibe en sus prismáticos la seducción de un torso, piernas, rostros que soliviantan su crispado deseo. No osara descender a la playa; le asusta la belleza y guarda la distancia. Sólo pretende ser testigo fugaz del cruel estío, lejos del tacto y su peligro; en morbosa inocencia. Hasta se cree feliz el muy cobarde».